En «The Rough Guide», antología musical de referencia que ya casi nadie consulta porque lo on-line se lo ha comido casi todo, la biografía de Madonna llega precedida por una cita cuanto menos profética. «No seré feliz hasta que no sea tan famosa como Dios», asegura, categórica, Madonna Louise Veronica Ciccone (Bay City, Michigan, 1958). Una frase similar a la que les costó unos cuantos disgustos a los Beatles en Estados Unidos y que, sin embargo, cobra pleno sentido justo hoy, cuando la reina madre de las divas del pop cumple 60 años.
Porque, casualidad o no, la cantante italoamericana ha querido celebrar tan señalado aniversario colándose en el videoclip de «God Is A Woman», de su pupila Ariana Grande, para encarnar, ahí es nada, a una mezcla del mismísimo Todopoderoso y del Samuel L. Jackson de «Pulp Fiction». «Y os aseguro que vendré a castigar con gran venganza y furiosa cólera a aquellos que pretendan envenenar y destruir a mis hermanas», brama la Ciccone en una nueva muestra de esa calculada irreverencia que le ha permitido alcanzar tan provecta edad convertida en icono universal del pop.
Esa joven que aterrizó en Nueva York con 35 dólares en el bolsillo se ha mantenido durante casi cuatro décadas en la cima del pop. Mucho menos cómo ha llegado a los sesenta años convertida en una de las artistas más exitosas de todos los tiempos, con unas cifras mareantes 300 millones de discos vendidos y subiendo sólo superadas por The Beatles, Elvis Presley y Michael Jackson.
«Soy dura, soy ambiciosa y sé exactamente lo que quiero. Si eso me convierte en una zorra, pues vale», declaraba Madonna a principios de los noventa, época dorada en la que ya se había erigido en superestrella global, había revolucionado el concepto de espectáculo en directo con el «Blonde Ambition World Tour», montaje del que beben casi todos los grandes montajes de pop contemporáneo, y se preparaba para un nuevo golpe de efecto con ese tándem erótico festivo que formaron el libro «Sex» y el álbum «Erotica».
Lejos, muy lejos, quedaban esos primeros años de penurias en la Gran Manzana en los que alternaba los cameos como batería de The Breakfast Club con insinuantes posados para «Playboy» y «Penthouse»: en apenas un par de años, el cosquilleo de «Holiday», primer sencillo con el que conquistó las listas de ventas en 1983, se transformó en un éxito aplastante con la llegada, en 1984, de «Like A Virgin», álbum que despachó 25 millones de copias y se codeó en lo más alto de las listas con «Born In The U.S.A», de Bruce Springsteen, y «Purple Rain», de Prince.
Con apenas 26 años, Madonna no sólo acarició el cielo del pop, sino que además patentó un modus operandi que, aún hoy, sigue guiando todos sus pasos. A saber: inteligencia a la hora de detectar tendencias sonoras, capacidad para poner en práctica todo ese transformismo artístico que aprendió de primera mano tras ver a David Bowie en directo a mediados de los setenta y, sobre todo, habilidad para vampirizar el talento ajeno y ponerlo a su servicio. Así, después de sumar fuerzas con Nile Rodgers (Chic) en «Like A Virgin», Madonna ha ligado cada una de sus mutaciones sonoras y visuales a músicos y productores tan variados como Prince, Justin Timberlake, Babyface, William Orbit, Mirwais o Stuart Price.
Y todo mientras se mantiene inamovible como espejo en el que aspiran a reflejarse todas las nuevas divas del pop. ¿Exagerado? Para nada. De Katy Perry a Ariana Grande pasando por Lady Gaga, Rihanna, Miley Cyrus o Taylor Swift, todas han heredado su sentido del espectáculo y tantean esa reinvención constante que la Ciccone ha convertido en marca de fábrica. Será que, con Michael Jackson y Prince, nacidos también en 1958, caídos en acto de servicio, ella es el único ejemplo de superestrella de los ochenta que aún puede marcar el ritmo. O, simplemente, que su condición de icono pop con vistas a la liberación sexual y al empoderamiento femenino no se marchita ni con la jubilación a la vuelta de la esquina.